Domingo del Monte, ¿“El más real y útil de los cubanos de su tiempo”?
Domingo del Monte, “The More Real and
Useful of the Cubans of His Time”?
Francisco MORÁN - Southern
Methodist University, Estados Unidos
Resumen: José Martí llamó a Domingo del Monte “el más
real y útil de los cubanos de su tiempo”. Los estudiosos de la cultura cubana
no han dejado de usar la frase para afirmar el protagonismo de Del Monte en la
gestación de la conciencia nacional. Al discutir principalmente la
correspondencia de Del Monte con el diplomático norteamericano Alexander
Everett, este artículo demuestra que, paradójicamente, el juicio martiano
inscribió una cubanidad enlazada al racismo y al anexionismo.
Palabras
clave: Domingo del Monte; Alexander Everett;
racismo; anexionismo; cubanidad.
Abstract: José Martí
stated that Domingo del Monte was “the more real and useful of the Cubans of
his time”. Scholars of Cuban culture have continued to use the phrase to affirm
the role of del Monte in the gestation of the national consciousness. In
discussing mainly the correspondence of del Monte with the U.S. diplomat
Alexander Everett, this article demonstrates that, paradoxically, Marti
judgment asserted a Cuban identity linked to racism and annexionism to the
United States.
Keywords: Domingo
del Monte; Alexander Everett; Racism; Annexionism; Cuban Identity.
Plano
Domingo del Monte: aguas profundas, espíritus alterados y papeles perdidos
La “patria” de Domingo del Monte. Fina García Marruz en la tertulia delmontina
“El cubano más útil y real de su tiempo” en su relación con Alexander Everett
La frase de Martí. Conclusiones
Coda: el 98. Se cierra el círculo del American Dream Everett–Del Monte
Bibliografía
Domingo del Monte: aguas profundas, espíritus alterados y papeles perdidos Volver al inicio
1La frase
de Martí es de sobra conocida; y ha ganado la fuerza de una verdad
indiscutible, que consecuentemente legitima y encumbra la vida, la obra, el
pensamiento de Del Monte entre los cubanos de mediados del siglo XIX. De modo
que es casi imposible encontrar a un estudioso que no la repita. En la relativamente
reciente edición del Centón Epistolario,
inmediatamente después del “Ensayo introductorio” de Sophie Andioc Torres sigue
una página con el retrato de Del Monte, y a
esta otra con la exclusividad de la cita martiana: “Domingo del Monte, el
cubano más real y útil de su tiempo” (Del Monte, 2002: 46). Dado el sitio que
se le reservó, da la impresión de tratarse de un epitafio. Y en eso, en verdad,
se ha convertido lo dicho por Martí: en frase lapidaria que ha fijado en la
memoria histórica cubana –y agreguemos que racista, adelantándonos a nuestra
exposición– la figura delmontina. El propósito de este artículo es el de,
precisamente, contrastar el elogio martiano con el racismo y la postura
ostensiblemente anexionista de Domingo del Monte. Dicho contraste exige,
naturalmente, interrogar críticamente el sentido del elogio de Martí. Por otra
parte, esta tarea requiere a su vez un examen de la cubanía de Del Monte tal como la han construido la crítica
literaria y la historiografía cubana. Si, como se ha sostenido, Del Monte es
una de las figuras fundadoras de la cubanía, entonces esa misma cubanía no
puede ser sino racista y anexionista. Por la misma razón,
cualquier elogio de Del Monte que no reconozca, minimice o niegue su racismo y
su anexionismo –empezando por el elogio de Martí– desembocará por fuerza en la
posición racista y anexionista. Este artículo lo demostrará.
2De lo dicho hasta aquí no hay que creer que los investigadores y los críticos literarios no hayan leído bien a Del Monte. La falta de estudios más complejos es el resultado, me atrevo a decir, de lo que se sabe. Si no, ¿cómo explicar entonces los titubeos, cierto malestar al acercarse a Domingo del Monte? Salvador Bueno, por ejemplo, tituló “La compleja personalidad de Domingo del Monte” (énfasis añadido) su semblanza de 1964. Es por esta razón que, si bien su segundo trabajo sobre Del Monte, publicado en 1984, formaba parte de una colección de ensayos breves titulada ¿Quién fue…?, en el caso particular de Del Monte, la pregunta “quién fue” resultaba sospechosa. Sobre todo si recordamos que Martí la había respondido un siglo antes. El malestar a que hice referencia resulta evidente en la biografía Domingo del Monte y su tiempo, de la autoría de Urbano Martínez Carmenate [1]. Él traza la historia de los fallidos intentos de llevar a cabo una cuidadosa investigación de Del Monte que se inicia con Vidal Morales, “precursor de una espinosa investigación” que, un siglo más tarde, el biógrafo matancero se propuso realizar. Martínez Carmenate añade que “[un] singular misterio acompaña a este personaje”, lo que anima a los investigadores a estudiarlo, pero que “al final concluye conturbando los ánimos, alterando los espíritus y paralizando las plumas”. El biógrafo atribuye esto a la “incomprensión”, pero también –y esto es importante– al “temblor inagotable de las aguas profundas adonde todos quieren asomarse” (Martínez Carmenate, 2009: 17) (énfasis añadido). El lenguaje revela el forcejeo entre lo que se sabe y lo que no se quiere decir; de las vacilaciones de aquellos que, al asomarse a esas “aguas profundas”, las encontraron turbias. Al interés de esos estudiosos a los que se les paraliza la pluma, Martínez Carmenate añade el desgano, “como si de pronto ya nadie quisiera disputarse el privilegio de tenerlo en su bando”, comenta. Para demostrarlo, menciona a Aurelio Mitjans, que en los 1880 “se queja de no poderle dedicar un capítulo de su Historia de la Literatura Cubana por la falta de ‘datos suficientes’, aunque allí reconoce que se trata del ‘hombre que ha influido más en nuestro movimiento literario’”. Tomemos nota de este hecho. Alrededor de 1880 Mitjans no puede decir nada sobre Del Monte, pero solo una década más tarde Martí dirá de él que fue “el más real y útil de los cubanos de su tiempo”. Martínez Carmenate menciona también el lamento de José Antonio Portuondo de que un siglo más tarde nadie hubiera esculpido un busto “a su memoria” (2009: 18). Para el biógrafo “ninguna figura importante del ochocientos ha sufrido tan ingrato destino ni se ha visto empujada a tan suspicaz relegación por parte de la historiografía literaria nacional”. No se pasa por alto su nombre, aclara, “pero se le menciona, por lo general, con vacilaciones, a tenor de interrogantes, con estudiada cautela”. En 1878, comenta Martínez Carmenate, Vidal Morales había presenciado la polémica que sostuvieron Anselmo Suárez y Romero y Juan Clemente Zenea no solo –como es de suponerse– en torno a Del Monte, sino incluso también José de la Luz y Caballero. En esa polémica terció Enrique Piñeyro (Martínez Carmenate, 2009: 18). Esto llevó a Vidal Morales a concebir el proyecto de llevar a cabo una investigación sobre Del Monte “a todas luces reivindicatoria”. A tal efecto consultó abundante material de archivo, de las publicaciones de la época, y recopiló testimonios, al igual que “un sinnúmero de manuscritos delmontinos que fue dando a conocer en el periodo comprendido entre 1885 y 1894, inicialmente en la Revista de Cuba, y más tarde en las páginas de la Revista Cubana”. El material acumulado animó a Vidal Morales a escribir un libro que titularía Domingo del Monte y su tiempo (Martínez Carmenate, 2009: 20-21); es decir, exactamente el que Martínez Carmenate escogió para su estudio, gesto con el cual hizo del suyo la materialización del de Vidal Morales. Con este fin, comenta el biógrafo delmontino, aquel “tuvo la feliz iniciativa de recurrir a los protagonistas, los pocos y afortunados sobrevivientes de la borrasca económica y política del período anterior”. Su tesón se vio coronado por la disposición de valiosas figuras a responder sus preguntas [2]. Por ejemplo, a través de José Agustín Escoto pudo llegar a Esteban Moris, “protagonista de la época”. A todo esto se suma la llegada a Cuba del célebre Centón Epistolario a fines del XIX. En fin, que Vidal Morales se vio de pronto con una riqueza de información impresionante. Había llegado la hora de poner manos a la obra. Pero algo lo frena: “(...) ahora, a la vista de ese fabuloso tesoro epistolar, la situación se complica mucho más” (énfasis añadido). Ya hacía tiempo, comenta Martínez Carmenate, que “cierto rumor alarmante”, dudas que rondaban y “secretos tenebrosos” perturbaban a Vidal Morales; y esto, hasta el punto de escribirle a Manuel Sanguily para “exigirle pronunciamientos tajantes”, afirma. La respuesta de Sanguily a esas exigencias, que reproduce, es reveladora:
Yo jamás he acusado de lo que te han dicho a D. Delmonte. En la más íntima y secreta confianza, que ha violado indebidamente, le dije (manifestándole a la vez que no lo creía con fijeza) a ese amigo ligero que alguien (que no menté) me había insinuado la sospecha que parece que existió por entonces de que D. D. hizo lo que yo no he podido afirmar (sic) (Martínez Carmenate, 2009: 25) [3].
3Notemos
que Sanguily no niega la historia que circulaba sobre Del Monte; meramente dice
que no la creía con fijeza. Más aún;
si, como sugiere, no se le había hecho más que una insinuación, ¿por qué
entonces repetir lo oído? Se queja
del amigo que violó la “íntima y secreta confianza” en que le contó los rumores
sobre Domingo del Monte, pero ¿no había hecho él lo mismo acaso al repetir lo
que le habían confiado, aun si –como aclara– no había mencionado el nombre de
ese “alguien”. Lo importante, sin embargo, es lo que implicaba la circulación
del secreto: el fondo de verdad que, independientemente de las tergiversaciones
y añadidos que hubieran podido habérsele agregado, había agitado esas “aguas
profundas” de que había hablado Martínez Carmenate. Precisamente, el deseo de asomarse –como él dice– a esas
aguas se revela en las preguntas que se hacían y respondían en secreto. Vidal
Morales tenía sobradas razones para inquietarse, y no es improbable que el
secreto de Domingo del Monte hubiera animado, desde el principio, su
investigación. Después de todo, Martínez Carmenate no tiene nada que decir
sobre la discusión que habían sostenido Zenea y Suárez y Romero.
4Según
Martínez Carmenate, “la lectura acuciosa del Centón fortaleció las presunciones. Era evidente que Domingo del
Monte había tenido alguna intervención en aquel sinuoso proceso de la
Escalera”, a pesar de lo cual Vidal Morales “nada daría por seguro mientras no
tuviera en sus manos la copia de una carta escrita el 20 de noviembre de 1842 y
dirigida a Alexander Everett, amigo del escritor habanero, donde –al parecer–
se encontraba la clave de todo” (2009: 25-27). En nota al pie, Martínez
Carmenate expresa:
Esta carta fue un fantasma para la historiografía cubana
–todos la mencionaban, pero nadie la había visto– hasta 1989 cuando fue
publicada en la Revista de Literatura Cubana, año VII, no. 13, como
parte del epistolario de Del Monte con Everett, cuyas copias llegaron a nuestro
país por donación generosa del profesor cubano Enildo A. García, residente en
los Estados Unidos (2009: 27).
5No
obstante la insistencia y el apremio de sus amigos para que completara y
publicara su investigación, Vidal Morales murió en 1904 sin haberla llevado a
vías de término. Domingo Figarola-Canedo, dice Martínez Carmenate, fue “el
primero en abordar (…) sin tapujos”, en 1909, la razón de ese trabajo inconcluso:
Tres años antes de su fallecimiento, no pocos de sus amigos y compañeros conocían su determinación de no continuar preparando el libro que había proyectado, sino otro más reducido, de otro plan y desarrollo. Cierta revelación para él, leída en una o más de una carta, le pareció impedimento bastante, sin que valieran para disuadirlo las observaciones muy razonables de personas autorizadas, como el señor Manuel Sanguily entre otras [4].
6Incluso
dice el biógrafo de Del Monte que “los presuntos fragmentos manuscritos de la
obra [de Vidal Morales] nunca aparecieron y todavía se ignora qué fue de
ellos”. Félix Lizaso sugirió tres hipótesis para explicar lo sucedido: o los
manuscritos se perdieron, o los destruyó el autor, u otra persona se los
apropió. Añádase que en 1908 Emilio Blanchet escribió una memoria sobre la obra
de Del Monte que no se publicó y que desapareció también (Martínez Carmenate,
2009: 32-33). Luego José Antonio Fernández de Castro retomó el proyecto de
Vidal Morales, dedicando “el monto de sus energías hasta el último momento de
su existencia” a estudiar la obra de Del Monte, hasta el punto que, nos dice
Martínez Carmenate, este trabajo “fue convirtiéndose en la obra de su vida”.
Significativamente, Fernández de Castro “nunca creía tener suficiente caudal
informativo para dar por terminada la búsqueda de nuevas fuentes” (Martínez
Carmenate, 2009: 34). En los años cuarenta, Del Monte fue objeto de acaloradas
discusiones, y algunas “posiciones ultraconservadoras”, afirma Martínez
Carmenate, llegaron al más “irritante extremismo”, como en el caso de Rafael
Soto Paz, que publicó La falsa cubanidad
de Saco, Luz y Del Monte (2009: 34). El biógrafo de Del Monte descalifica
esta lectura sin comentarla en absoluto, es decir, sin discutir los argumentos
de Soto Paz. Advierto que su falta o error no consistió en negar la cubanía
de Saco, Luz y Del Monte, sino en creer y afirmar que ella estaba reñida con el
racismo y la posesión de esclavos.
7En 1950
Fernández de Castró anunció finalmente que había concluido su investigación y
esperaba publicarla “dentro de poco”. Pero no pudo, porque murió antes de
publicar su trabajo. De esa obra, expresa Martínez Carmenate, “solo se conoce
un capítulo”, que publicó la Revista de
la Biblioteca Nacional en 1952. Y, tal como sucedió con los trabajos de
Vidal Morales y de Blanchet, el de Fernández de Castro también desapareció. Martínez Carmenate especula
que “tal vez en su postrera entrevista se refirió a que finalizaba la labor de
búsqueda, sin precisar que aún le faltaba
la redacción” (2009: 36) (énfasis añadido). Compare esto el lector con la
cita de Fernández de Castro que el mismo Martínez Carmenate reproduce: “(...)
la gran labor de preparar y escribir (…) Domingo del Monte y su tiempo ya ha llegado a su fin y espero publicarla dentro de poco” (2009: 35)
(énfasis añadido). Como puede verse, Fernández de Castro lo dice claramente: ya
había terminado la preparación y la escritura de su investigación. Esto,
naturalmente, explica por qué pensaba publicarla dentro de poco.
8El caso de Fina García Marruz [5] ilustra igualmente la sombra que Domingo del Monte parece arrastrar. En 1969 publicó “De Estudios Delmontinos” en la Revista de la Biblioteca Nacional. El título del trabajo sugiere que o se trataba de un adelanto del libro en progreso –de ese mismo título– o del libro ya concluido. De dicho estudio expresó Martínez Carmenate en la primera edición de su libro sobre Del Monte (1997) que “se le conoce apenas, parcialmente, por algunos capítulos publicados en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí”. Añadía entonces que “ninguna editorial del país se ha interesado en dar a la luz este volumen esclarecedor, pese a la inconmensurable deuda histórica que tiene la imprenta cubana con Domingo del Monte” (2009: 36). Resulta por demás extraño que para Martínez Carmenate, quien tomó a su cargo realizar la obra de Vidal Morales, más que con la historiografía, la “deuda histórica” con Domingo del Monte sea la de la “imprenta”. Como si la historiografía implicara –como en efecto implica– zambullirse en las aguas profundas sin que se le altere a uno el espíritu, y mucho menos se le paralice la pluma. Por otra parte, uno tiene que preguntarse a qué se habrá debido el desinterés de las editoriales cubanas en Estudios delmontinos (no se publicó hasta 2008); y si su caso no habrá sido otro de censura, como sucedió con Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier [6].
La "patria" de Domingo del Monte. Fina García Marruz en la tertulia delmontina Volver al inicio
9A pesar de la afirmación de Martínez Carmenate, la atención editorial a Domingo del Monte está lejos de ser exigua. Y, si hubo alguna deuda editorial, esta se ha venido zanjando desde hace ya bastante tiempo. Tras la edición de la voluminosa biografía de Domingo del Monte, de Martínez Carmenate, en 1997, esta fue reeditada en 2009. Además, en 2000 la Editorial Pablo de la Torriente Brau publicó la antología Ensayos críticos de Domingo del Monte, cuya selección, prólogo y notas estuvieron a cargo de Salvador Bueno. Ocho años más tarde apareció por fin el volumen Estudios Delmontinos, de García Marruz. También en 2008 se reeditó el Centón Epistolario en cuatro volúmenes, dentro de la colección “Biblioteca de Clásicos Cubanos”. Ya habíamos mencionado el artículo de Salvador Bueno “La compleja personalidad de Domingo del Monte” (1964), y los capítulos de Estudios delmontinos que entre los sesenta y los stetenta había publicado la Revista de la Biblioteca Nacional. Asimismo, en su libro de ensayos Hablar de poesía (1986), García Marruz incluyó su trabajo “Del Monte y Manzano,” también de Estudios delmontinos, solo que aquí el título varió a “Manzano y Del Monte,” cambio que despierta interrogantes. Tanto las investigaciones fallidas, perdidas, y las sospechas sobre Domingo del Monte, como también el interés constante en su figura resultan sintomáticos de una estrategia de lectura que se ha resistido a una indagación crítica a fondo. La razón de esto último habría que buscarla en la frase lapidaria de Martí. La institucionalización del escritor cubano como significante mismo de la identidad nacional, su incluso sacralización –existe el culto a Martí– le ha conferido a su escritura el peso de verdad de los Evangelios: Martí no se equivoca. Es así que, poco a poco, y cada vez más, las sospechas se echan a un lado, no se mencionan o se les resta importancia, para poder así afirmar la cubanía de Domingo del Monte. De ahí la importancia de preguntarnos no cuánto se ha divulgado o no la obra de Del Monte, sino más bien cómo se lo está leyendo hoy [7]. No importa si el libro de García Marruz fue o no censurado, sino qué nos dice su lectura hoy. Y lo mismo vale para Ese sol del mundo moral (1990) [8] de Cintio Vitier [9] y para los estudios sobre la cubanidad que se han ocupado de Del Monte. Es por ahí donde hemos de indagar el secreto de la frase con que lo definió Martí; frase que dejó caer sin explicarla, y que nadie que sepamos –con la excepción de García Marruz– se ha atrevido a explicarla. Como sucede con harta frecuencia, es fácil citar a Martí; leerlo es otro asunto.
10Como expresé al principio, lo que haré en
este artículo es traer a la superficie, enfatizar el odioso racismo de Del
Monte y su anexionismo con el fin de abrir una brecha política tanto en el
elogio de Martí como en el de los estudiosos cubanos que lo han repetido. Se
trata de demostrar que esto solo podía conducir –y esto es precisamente lo que
ha sucedido– al respaldo del racismo de Del Monte y, por extensión, de su
anexionismo. Esto último no deja de ser irónico si uno se detiene a pensar que
el epíteto anexionista se convirtió,
sobre todo a partir de 1959, en uno de
los insultos políticos descalificadores por excelencia usados por el Gobierno
cubano. Para llevar a cabo mi tarea, me enfocaré sobre todo en los intercambios
epistolares entre Domingo del Monte y el diplomático estadounidense Alexander
Hill Everett. Es en esta correspondencia donde se manifiestan con fuerza singular
el racismo y la postura anexionista a que ya hice referencia, siendo esta
correspondencia la que a su vez revela la complicidad y, por tanto, la
responsabilidad directa de Domingo del Monte en la represión de la conspiración
de la Escalera. Ya vimos que de las inquietudes, sospechas y rumores que
circularon sobre Del Monte y que, según sugiere Figarola-Caneda, fueron lo
suficientemente serias como paralizar
el trabajo de Vidal Morales se fue pasando paulatinamente a una lectura cada
vez más complaciente. Como no me es posible detenerme en todos los que de una manera
u otra han abrillantado la figura delmontina, me concentraré en las lecturas de
Fina García Marruz, quien, como sabemos, se ocupó de Del Monte por muchos años;
y en la biografía escrita por Martínez Carmenate que ya hemos venido citando.
Solo muy de pasada comentaré –porque lo considero ineludible– algunas de las
interpretaciones de los historiadores que le han asignado un lugar importante a
Del Monte en la cubanidad. Entre estos últimos está el historiador Eduardo
Torres-Cuevas, quien, precisamente en el segundo volumen de En busca de la cubanidad, expresa que
José Antonio Saco “junto con Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Felipe
Poey y Domingo del Monte, quería fundar una ciencia cubana como base cierta
para formar una conciencia cubana”
(2006: 73) (énfasis añadido). Más adelante, repite la misma idea respecto a la
intención de crear “una conciencia cubana” añadiendo que se trataba de “crear
una nueva sociedad sin las lacras de la esclavista y con todos los elementos
dinámicos de la modernidad” (85). Estas declaraciones no están basadas en el
comentario de ningún texto específicamente de Del Monte. Cuando por fin lo
hace, una de las primeras cosas que Torres-Cuevas nos dice es que aquel “en sus
escritos siempre hace referencia a Cuba como su patria. Su íntimo amigo Nicolás Azcárate, afirma: ‘Pero su amor más
vivo y palpitante, más apasionado y más tierno, era para Cuba, de quien él
hablaba siempre como de su tierra natal’”
(2006: 165) (énfasis añadido). Llama la atención la diferente terminología que
utilizan el historiador –patria– y
Azcárate: tierra natal. Es cierto que
“patria” circula insistentemente en la escritura de Del Monte, pero ¿qué era lo
que esto significaba para él? En su muy mentado Memorial a la Reina, al mencionar “el espíritu que animó a nuestros
abuelos al conquistar y poblar estas Indias”, Del Monte afirma que estos escapaban
“del inaguantable despotismo que abrumaba a la antigua patria” y que vinieron a
América buscando, “en vez de la muerta libertad española, fama militar y otra
nueva y dulce patria”, y que a este suelo “trasladaron la imagen de España, o
más bien dicho, a España misma” (Del Monte, 1929: 56-57). Y más adelante:
Como que siempre fue de buena fe considerada como española
por el Gobierno de España, en lo cual alcanzó mejor suerte que las demás
posesiones de España en Indias; tanto que desde mucho antes gozó del beneficio
del comercio libre por una particular excepción en su favor, en todas aquellas
crisis, por comprometidas que fuesen, siguió instintivamente por norte la
conducta de su verdadera madre patria; sin ser para ello obligada por la
fuerza (Del Monte, 1929: 64) (énfasis en el original).
11Hay varias cuestiones que ameritan nuestra atención.
En primer lugar, con no disimulado orgullo, Del Monte afirma su linaje en el de
los conquistadores –“nuestros abuelos”– que vinieron a poblar, mientras olvida, o no menciona, que poblaron despoblando. Por otra parte, distingue entre la “antigua
patria” de los conquistadores, donde la libertad estaba muerta, y la otra “dulce patria” –Cuba– en cuyo suelo
buscaron fama. La distinción antigua/otra, o, si se prefiere, nueva patria, es por lo mismo de raíz
separatista, puesto que implica un desgarrón, una separación, un exilio
voluntario, nacido del rechazo a la antigua
patria. Ocurre, sin embargo, que simultáneamente a la separación tiene lugar
una reinscripción asimilacionista de la antigua patria en la nueva, puesto que
esos abuelos, dice Del Monte, trasladaron a ella a España misma. No es tampoco
una casualidad que en la segunda cita la reafirmación de la españolidad de Cuba
ocurra retóricamente antes y después de mencionarse el “beneficio del comercio
libre” concedido a la isla y el tratamiento preferencial implicado en ello.
Porque, si como se ha notado correctamente, en este Memorial Del Monte pudiera estar fingiendo ante la reina un
patriotismo español a fin de ganar el favor de la reina para Cuba, hay que
añadir que esa Cuba, ese dulce suelo que se defiende aquí, era el de la riqueza
y la prosperidad de su clase, de la Del Monte. Si hay alguna duda al respecto,
véase lo que le escribe en una carta al director de El Globo, de París, en agosto de 1844, y precisamente en el
contexto de las acusaciones que habían hecho en su contra sobre su implicación
en la rebelión de la Escalera:
Concluiré manifestando a usted que mis opiniones respecto al
tráfico de negros son enteramente conformes a las que profesan sobre el mismo
particular el Gobierno de mi nación, y todos los hombres sensatos
y previsores respecto a la abolición de la esclavitud en la isla de Cuba, le
confesaré a usted que deseo con toda mi alma la de mi país, y usted
mismo en su obra sobre las Antillas, respecto a la esclavitud de los negros, la
considera como un grave y odioso inconveniente al progreso de la civilización
de nuestra raza en Cuba. Mi más ardiente deseo sería que los ricos
campos de aquella preciosa colonia no se fecundaran con más sudor que el
que corriera de frentes blancas y claras, pero conozco también que este
grandioso ideal no puede conseguirse con las violencias ni la precipitación de
medidas revolucionarias, que el espíritu de moralidad, la religión, la
filosofía gradualmente irán ganando terreno en los ánimos de los españoles de
Cuba, y que deben esperar que la reina de las Antillas no sea otra Haití, otra
Jamaica, condenadas por mal de su destino a ser eternamente habitadas y
poseídas por una de las razas más rezagadas de la familia humana (Del
Monte, 1929: 199) (énfasis añadido).
12Es de notar que, además de “mi patria”, Del Monte usó también “mi país” y “mi nación”, y en todos los casos puede decirse que con el mismo significado, si bien –como en el caso del presbítero Félix Varela, por ejemplo– esas nociones son cualquier cosa menos cristalinas [10]. Ahora bien, ¿de qué era de lo que hablaban en última instancia cuando decían patria, nación o país, figuras como Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Domingo del Monte o José Antonio Saco? Respondamos sin embozo: todos ellos, pertenecientes a la élite criolla y sujetos masculinos y heterosexuales –algunos dueños de ingenios, y prácticamente casi todos dueños también de esclavos– solo podían concebir una patria blanca. En este sentido las palabras de Del Monte que hemos citado son elocuentes. Tratándose del “tráfico de negros”, sus ideas están en conformidad con las del “Gobierno de mi nación”. Aquí mi nación no puede sino significar, por supuesto, el Gobierno colonial, lo que demuestra que hay que andar con cuidado al calibrar las ideas de nación, país y patria del patriciado criollo. De ahí que nuestra raza sea el perfecto equivalente de mi patria y mi país, es decir, una patria nacida de un racismo tan repulsivo como desvergonzadamente declarado. La oposición a la trata esclavista estaba en perfecta consonancia con el pensamiento racista [11]. Todos estaban obsesionados con las estadísticas y los censos, con el aumento de la población negra, y en consecuencia con el miedo a perder sus riquezas en caso de que el fantasma de la revolución de Haití se materializara en Cuba: los dominaba el “miedo al negro”. Del Monte se vuelve contra los que “incendian” a Cuba “metiendo con estúpida e infernal codicia más y más negros bozales, cargando así la mina que nos ha de volar a todos” (1929: 44). Por otra parte, en el fragmento de la carta a El Globo que citamos, también queda claro que Del Monte no quería para Cuba la suerte de Haití o Jamaica, la de “ser eternamente habitadas y poseídas por una de las razas más rezagadas de la familia humana”. De modo que, al igual que Saco, Del Monte soñaba una patria blanca; una en la que los negros estarían de paso y no habitarían eternamente la isla. ¿Cómo explicar entonces –por qué sus panegiristas no se lo preguntan– los trámites y la ayuda de Del Monte para liberar a Manzano? ¿No era Manzano un negro? ¿No pertenecía acaso a una raza atrasada? La pregunta se hace más urgente si uno considera que en esa misma carta Del Monte se precia de no haber tenido otro contacto con negros que con Plácido –a quien dice vio una sola vez– y con Manzano, “hombre de condición mansa y humilde, muy parecido en su carácter y, dada la índole de su talento poético, a la Musa paciente y elegíaca de Silvio Pellico” (Del Monte, 1929: 195). Responderé a esta pregunta. La libertad de Manzano, su autobiografía y sus poemas, junto con la novela Francisco, de Anselmo Suárez y Romero –para no mencionar sino unos pocos ejemplos– formaron el dosier que Del Monte usó como propaganda para combatir más efectivamente la trata negrera. Es decir, hizo exactamente aquello de que culpó a los ingleses: usar las ideas de la emancipación de los esclavos para defender sus intereses. Pero hay todavía algo más, y es su mezquindad al referirse a Plácido: “(...) recuerdo que la primera y última vez que lo vi fue en 1835 que se me presentó en mi estudio a pedirme cuatro pesos prestados, que nunca más volví a ver” (Del Monte, 1929: 195) (énfasis mío). Esta declaración permite sorprender in fraganti la “evocación” de Fina García Marruz, cuyo racismo no va a la zaga del de Del Monte. Al mismo tiempo, se impone reconsiderar la declaración de Plácido durante su interrogatorio de que había rechazado la solicitud de Del Monte de “escribir un poema que ‘elogiaría al gobierno británico por el rol humanista que estaba jugando en la persecución del fin de la esclavitud’” [12] (Paquette, 1988: 260). Aunque no es imposible que Plácido haya mentido respecto a las indicaciones de Del Monte de elogiar al Gobierno británico –como también es posible que así haya sido–, sí es bastante plausible que Del Monte le haya pedido que escribiese un poema, cualquiera que haya sido su asunto, para incluirlo en el dosier que enviaría a Inglaterra [13].
13García Marruz comenta que quien quiera
conocer cómo eran las tertulias de Domingo del Monte, “que lea las páginas del
prólogo de Federico Milanés a las obras de su hermano, o el que escribió Suárez
y Romero a las de Ramón Palma, cuadro acaso exagerado y demasiado ‘compuesto’ a
lo académico, pero de todos modos revelador, o el trabajo de Emilio Blanchet
‘La tertulia literaria de Domingo del Monte’” (García Marruz, 2008: 7-8).
Basándose supuestamente en estos testimonios, imagina ella misma esas tertulias
y, al menos en el caso de Suárez y Romero, suplanta a este y lo reescribe, o sobreescribe.
Pero antes debemos decir que el reiterado uso de concurrir en imperfecto que
usa Suárez Romero sugiere que, contrariamente a lo que había afirmado Del
Monte, Plácido fue visita más o menos asidua en sus tertulias literarias [14]. Fina, como decía, se transporta ella misma
a la tertulia de Del Monte: “Creemos mirar (…) En la de Blanchet, vemos a… (…)
En la de Suárez y Romero (…) creemos entrar físicamente en la sala la mañana…”.
Pero algo cambia al entrar Plácido, “y se
cree ver entrar, cohibido, a Plácido, haciéndose insistir para que se
siente; y se imagina a Milanés
leyendo las primicias de su Conde Alarcos,
o a Echeverría las de su Antonelli, o
a Palma la de su Pascua en San Marcos;
y se cree oír la voz grave y dolorosa
de Manzano, leyendo, a su sobrecogido auditorio, el quevedesco soneto a sus
treinta años…” (García Marruz, 2008: 9) (énfasis añadido). El cambio del personal “creemos” al impersonal “se cree” indica una
distancia intencionada entre la voz que nos habla y su objeto. Incluso el hecho
de intercalar a Milanés, a Echeverría y a Palma entre Plácido y Manzano resulta sospechoso. Aun así, habría que
notar que uno puede ver en la imaginación, pero puede equivocarse si solo cree ver. Es decir, que Plácido y
Manzano se desrealizan, pierden peso, se vuelven mera conjetura en esa tertulia
donde Fina se siente a sus anchas rodeada del patriciado criollo, blanco y
racista. Pero hay más. El racismo tiene sus grados, sus matices. Por eso Fina
privilegia a Manzano sobre Plácido. Esto resulta más llamativo dado el hecho de
que en el texto de Suárez y Romero, es a Manzano, no a Plácido, a quien
corresponde la descripción que “se cree ver” en este último. Dice Suárez y
Romero: “Allí concurría, tocando humildemente a la puerta, y solo sentándose a
fuerza de vivas instancias, Manzano…” (Suárez y Romero, 1861: ix) ¿Por qué
García Marruz hizo este trueque al mismo tiempo que, deliberadamente –hay que
decirlo– rehuía la responsabilidad –se
cree–? Porque el comportamiento de Manzano denota el lugar marginal que uno
puede estar seguro tenía en esas tertulias. Manzano se siente fuera de lugar, y
García Marruz borra ese malestar para fortalecer su vínculo con Del Monte y de
paso afirmar la deuda del primero con
el segundo. Por eso Manzano aparece leyendo con toda naturalidad para un
auditorio blanco que se conmueve –sobrecogido–
ante los infortunios del esclavo al que ese mismo auditorio le había comprado
la libertad, reinscribiéndolo así, irónicamente, en el régimen de la cosa [15]. Además, si bien Suárez y Romero dice que
Plácido era “de inspiración menos sostenida y menos pura” que la de Manzano,
también añade que un romance suyo podía “sostener el paralelo con los mejores
escritos hasta ahora en la lengua castellana”. El autor de Francisco no menciona el poema de Manzano. Pero García Marruz lo
menciona, lo cree oír, para, insisto,
agasajar la filantropía del patriciado blanco a expensas, como es natural, de
la victimización del negro. Lo que digo resulta más convincente aún si se añade
la también manipulación de Milanés, con lo que se nos ocultan algunas de las
cosas que de él dice Suárez y Romero. Si bien este lo llama “el grande Milanés”,
inmediatamente se distancia de él: “aquel Milanés” del que dice que “conocen y
aprecian los meditabundos germanos; aquel Milanés que, después de haber dejado
en su rápido curso una brillante estela que nunca se apagará, vive ahora sin
saber cómo se halla su patria, indiferente a la suerte de los hombres, huyendo
de ellos […], inmóvil en un rincón…” (Suárez y Romero, 1861: viii-ix). Suárez y
Romero pinta un Milanés que inspira lástima; en cambio, García Marruz lo
reinstala no solo en la tertulia de Del Monte, sino también en el momento de su
efervescencia creativa. En esta tertulia Plácido y Manzano son los perdedores:
el primero es obligado a bajar la cabeza; el segundo, a interpretar el papel de
víctima para que esos abogados, médicos, dueños de esclavos y de ingenios,
presbíteros y jurisconsultos pudieran conmoverse y sentirse elevados
moralmente.
El cubano más útil y real de su tiempo" en su relación con Alexander Everett Volver al inicio
14El aspecto más espinoso de la vida de Del
Monte es la relación que tuvo con Alexander Everett, y la incidencia de ese
lazo en la represión de la Escalera. Por razones de espacio he decidido no
detenerme aquí en las lecturas e interpretaciones que se han ocupado del
asunto. Baste decir que en 1901 Vidal Morales hace una revelación importante,
aunque sin mencionar a Domingo del Monte [16]. En 1978 el estudioso norteamericano Bill J.
Karras publicó el artículo “Alexander Everett and Domingo del Monte: A Literary
Friendship, 1840-1845”. Como se infiere del título, el foco de este trabajo es
el vínculo amistoso entre Everett y Del Monte a partir del gusto compartido por
la literatura. No obstante, Karras deja muy en claro que Everett fue enviado a
Cuba por el Gobierno norteamericano “para averiguar sobre la amenaza británica
a la isla, y por tanto la amenaza a su propia influencia allí”, y que fue
elegido “por su interés en las letras españolas y por su estatura como uno de
los más destacados hispanistas de Nueva Inglaterra” (Karras, 1978: 138). Es
decir, los intereses literarios de Everett lo hacían ideal para cumplir su misión
política, que era –no hay que olvidarlo– la razón de su viaje a la isla. Karras
llega a afirmar que Everett realizó algún trabajo de espionaje (1978: 138) [17]. Añade que Del Monte “le entregó a Everett
el Paralelo entre la isla de Cuba y
algunas colonias inglesas, escrito en 1837, que contenía la controvertida
declaración de Saco de que aceptaría la anexión de Cuba a los Estados Unidos
como último resorte” (Karras, 1978: 138-139). En cuanto a la polémica carta,
Karras solo la menciona de pasada sin detenerse en ello.
15En 1987 –un año después de que Salvador Bueno
publicara ¿Quién fue Domingo del Monte?–
el destacado historiador norteamericano Robert L. Paquette publicó el artículo
“The Everett-Del Monte Connection: A Study in the International Politics of Slavery”.
Cabe notar que en este artículo Paquette se refiere a la ya famosa carta de Del
Monte a Everett como una “largamente buscada por los estudiosos cubanos” y la
describe como un “bombazo” (Paquette, 1987: 11). Un año más tarde Paquette
publicó un acucioso, realmente innovador estudio sobre la Escalera: Sugar is Made with Blood. Todavía en ese
entonces –como puede deducirse de las fuentes que cita– no se había hallado la
carta de Del Monte a Everett. Es posible que la misma haya finalmente aparecido
alrededor de esa misma fecha, o al año siguiente, cuando Enildo A. García
publicó “Cartas de Domingo del Monte a Everett” en la Revista de Literatura Cubana. De modo que para cuando Martínez
Carmenate publica la primera edición de su biografía de Domingo del Monte ya la
carta había dejado de ser un misterio. En efecto, él cita un párrafo de ella y
da como fuente la edición de García. Esa cita, sin embargo, es solo el pasaje
en el que Del Monte expresa sus temores sobre el posible resultado del triunfo
de la rebelión de esclavos y del aumento de la influencia inglesa no solo para
Cuba, sino también para Estados Unidos. No se cita la información específica
que Del Monte le pasó a Everett, aunque sí se dice que la carta a Everett de
noviembre de 1842 “resulta una evidencia irrefragable de que Del Monte reveló
el secreto de la conspiración urdida por los ingleses con el doble fin de
lograr la emancipación de los esclavos y la independencia de la Isla. Nada lo
excusa, pues, de ser un delator” (Martínez Carmenate, 2009: 454). Al mismo
tiempo, sostiene que Del Monte no fue un traidor, sino que tuvo “más bien la
actitud consecuente de quien intuye un peligro fatal para su clase y procede de
la forma más prudente a su juicio” (455). En segundo lugar, Martínez Carmenate añade
que “la trascendencia de la denuncia delmontina no puede decirse que haya hecho
efectos concretos, porque España estaba al tanto de lo que ocurría en Cuba y la
inusitada revelación nada agregaba a los estrictos informes recibidos por
fuentes más seguras y confiables” (456). Si lo primero es aceptable, lo segundo
no deja de ser sorprendente, bien por exceso de ingenuidad o de hipocresía. Lo
que realmente importa no es si la delación de Del Monte tuvo efecto o no, sino
que actuó con la intención de que los
Estados Unidos intervinieran en Cuba. La falacia de Martínez Carmenate la
repite por cierto García Marruz. Comenta que “sus informes del 42 no tuvieron
otra consecuencia que el envío, por parte del Gobierno americano, de dos
fragatas de guerra, con orden de brindarle sus servicios al Gral. Valdés, en
caso de necesidad” (García Marruz, 2008: 44). Si España estaba al tanto fue
porque, como ella dice, los Estados Unidos le habían pasado la información
recibida (43). A estas alturas me resulta imposible creer que Martínez
Carmenate no hubiese leído no solo la carta en cuestión, sino la
correspondencia completa Del Monte-Everett [18]. ¿Podía acaso no estar enterado de lo que
Everett le expresó a Del Monte en un carta que le envió desde Washington D.C.
con fecha de 8 de febrero de 1844?: “Me dice el Presidente […] lo que yo no
sabía tan bien antes, aunque había tenido insinuaciones acerca de ello: que fue
sobre todo debido a los informes
contenidos en su carta de noviembre, 1842, que se enviaron a La Habana uno o dos
barcos de guerra y se entabló comunicación con el capitán general sobre el
caso, medidas que probablemente salvaron a la Isla” (Andioc Torres, 1994:
143) (énfasis
añadido). Téngase en cuenta que,
como antes Salvador Bueno, García Marruz sustituye el comentario de la carta
misma por la opinión de aquellos autores que han rechazado la idea de que Del
Monte hubiese sido “una especie de delator de la conspiración de 1844” (2008:
43). Como expresa con claridad en la carta, los informes de Del Monte fueron cruciales
en la salvación de la isla, siquiera
porque ellos fueron transmitidos por los Estados Unidos al capitán general. De
manera que sí es posible afirmar, y
hay que decirlo, que Del Monte tuvo una responsabilidad
directa en la represión de la
Escalera y, por tanto, en la ejecución
de Plácido [19]. Así, la duplicidad de García Marruz se
expresa en la manera en que busca, si no limpiar de culpa del todo a Del Monte,
sí justificar y restarle importancia a las consecuencias de su acción: “Por
nuestra parte creemos que fueran unas u otras sus motivaciones inmediatas”, nos
dice, y tiene razón en ello, “lo que está en cuestión es su responsabilidad acerca del hecho mismo
de la carta y de sus consecuencias
ulteriores” (énfasis
añadido). En cuanto a lo
primero, expresa que “lo que habría que subrayar
es que si bien Del Monte denunció lo que creyó un peligro mayor que el que se
trataba de erradicar” [con lo que acepta la cuestión de su responsabilidad],
aconsejó, como veremos, remedios bien
distintos a los que adoptaron dos años después, y por temores menos respetables, los jueces de La
Escalera” (García Marruz, 2008: 44) (énfasis añadido).
Aunque aquí nos habla de un solo peligro, más adelante comenta la carta de
Webster –citada por Vidal Morales– al cónsul americano en La Habana en la que
le pedía confirmar si era cierto que se preparaba una insurrección de esclavos
para declarar la independencia y acogerse al protectorado británico (2008: 50) [20]. Obviamente, García Marruz sopesó los dos
peligros y decidió cuál de ellos era
el “mayor”, pero sin especificarlo. No cabe duda, sin embargo, que el peligro
mayor era la sublevación de los esclavos; peligro para los intereses
esclavistas de los criollos y para los estados del Sur de Norteamérica. Antes,
había admitido que en su carta a Everett, Del Monte “denunciaba sublevaciones
de negros instigadas por Inglaterra”, pidiéndole que “diera cuenta del plan al
Gobierno de los Estados Unidos y al de Madrid” (García Marruz, 2008: 42).
Preguntémosle, entonces, por qué los temores
de Del Monte eran más respetables que
los de los jueces de la Escalera. ¿Cómo medir los grados de esa diferencia, del
horror? Lo que se revela aquí es que García Marruz sabía que los temores
–racistas– eran los mismos, pero para ella el racismo de Del Monte es todavía
más respetable. Por otra parte, ¿qué quiere decir que los remedios propuestos por Del Monte eran “bien distintos” de los que
aplicó el régimen colonial? Claro, ella nos recuerda que Del Monte “escribió
horrorizado a sus amigos acerca de este inicuo proceso, con el que no podemos de ningún modo relacionarlo” (García
Marruz, 2008: 44) (énfasis
añadido). Pero lo que queda aquí
es una palpable “contradicción”. Por un lado, de ningún modo podemos relacionar a Del Monte con la represión de la Escalera; mientras que,
por el otro, sus temores solo eran [apenas] más
respetables que los de los verdugos de la colonia. Dicha inconsecuencia, sin
embargo, es solo aparente [21]. Porque aquello que Del
Monte quiso conjurar no fue solo, ni principalmente, la amenaza del dominio
inglés sobre Cuba, sino ante todo lo que esto representaba para la
supervivencia del régimen esclavista y la preservación de la riqueza y las
propiedades de la élite criolla blanca. Usó esa amenaza para atizar a su vez un
miedo similar en los Estados Unidos, de modo que tomaran carta en el asunto, es
decir, para salvar la isla.
16En este punto quiero llamar la atención sobre
un hecho singular. Como regla general, los historiadores han tratado de
dilucidar si Del Monte tuvo que ver o no con la conspiración de la Escalera; es
decir, si tenía o no fundamento la acusación de Plácido y –separadamente; y esto es lo importante– si el poeta de “Plegaria a
Dios” tuvo a su vez, no digamos ya participación, sino algún protagonismo en la
conspiración. Este tratamiento del asunto por separado ha impedido ver el
paralelismo Del Monte/Plácido y, en consecuencia, calibrar mejor las respuestas
o las suposiciones de los historiadores y estudiosos en ambos casos. Esto
significa que tanto en Del Monte como en Plácido, e incluso en el de Polonia
–la esclava que delató la conspiración–, el asunto de la “delación” es de la
mayor importancia, y que un examen de la cuestión no fallaría en dejar al
descubierto el diferente rasero que se ha usado al enjuiciar a los aquí
mencionados [22].
17Por razones de espacio aquí solo me detendré
en la correspondencia Del Monte-Everett y, sobre todo, en aquellos puntos que a
mi parecer, los que han hablado de ella o la han discutido –si bien no
exhaustivamente–, 1) no los han enfatizado lo necesario, 2) ignoraron o
deliberadamente no mencionaron evidencias que echan por tierra el hecho de que
la delación de Del Monte prácticamente no tuvo consecuencia alguna, 3)
finalmente, el racismo, el impulso anexionista que revelan esas cartas.
18Como se recordará, Everett le había
solicitado a Del Monte, en varias ocasiones, informes sobre la isla. En su
respuesta del 20 de noviembre de 1842, el último explica la demora en cumplir
el encargo por falta de tiempo, aunque le asegura que se los enviará. “Por
ahora,” añade Del Monte, “solo puedo, y debo ocuparme de los peligros de nuestra situación actual.
Cuento con el honor y la discreción
de Vd. al hacerle estas comunicaciones, y espero, que Vd. sepa aprovecharlas en
nuestro favor y en favor de la prosperidad
del pueblo Americano” (Andioc Torres, 1994: 59) (énfasis añadido). Del Monte exige de Everett la misma
discreción que este le había exigido antes sobre los informes que le había
solicitado. Esta es la famosa carta que estuvo perdida por mucho tiempo. Tanto
en un caso –“nuestro favor”– como en el otro –en favor de la prosperidad del
pueblo americano”–, se trataba de lo mismo: de preservar los intereses
esclavistas y geopolíticos de Estados Unidos, y también de Cuba, dado el sueño
anexionista de Del Monte. En la carta se destaca el miedo a los esfuerzos
abolicionistas de Inglaterra que, dice Del Monte, “ha decretado nuestra ruina” (énfasis añadido). Es de la opinión de que España no debió
haber permitido nunca la trata de esclavos, y convenientemente olvida que la trata
había sido el origen de la riqueza de la familia con la que estaba emparentado
(los Aldama) y aún de su propia posición social y de la de su clase. Solo
cuando sienten amenazada esa riqueza ante el creciente aumento de la población
esclava y de color libre, con lo que se incrementarían las sublevaciones de
esclavos, que los más sagaces exponentes de la élite criolla despiertan
súbitamente y se oponen al comercio de esclavos, mas no –esto es importante– a
la esclavitud. Del Monte olvida el intenso cabildeo de los criollos –Francisco
de Arango y Parreño, en primer lugar– para que España permitiera la trata libre
de esclavos. Hay que advertir, además, que en la carta Del Monte liga lo que él
llama dramáticamente “la destrucción total e inmediata de la Isla” con el
intento de Inglaterra de “declarar la emancipación general de los esclavos de
la isla”, y de este modo convertir a Cuba “en una república-militar-negra
bajo la inmediata protección británica,” con lo que, al perderse la isla no
solo para la clase criolla, sino también para los Estados Unidos, dado que Cuba
estaba “destinada a ser la estrella más
brillante del pavellón [sic] de
América” (Andioc Torres, 1994: 60) (énfasis añadido). Pero, preguntémonos, ¿por qué
Inglaterra habría querido para Cuba una república-militar-negra. Además,
al ligar “nuestra ruina” a los intereses estadounidenses, Del Monte
explícitamente deja en claro no solo su pensamiento anexionista, sino, además,
su adhesión a la ideología del Destino Manifiesto, que estaba en perfecta sintonía con el demócrata anexionista
Everett [23]. No cabe duda sobre cuál era la preocupación
de Del Monte al informar a Everett sobre la conspiración abolicionista y la
rebelión de los esclavos:
La influencia inglesa no tendrá límites en el hemisferio occidental:
que sabrá, con los 600 000 negros de Cuba y los 800 000 de sus
colonias en las West-Indies amagar con un golpe de muerte el corazón de la
esclavitud sud-americana de la Unión, colocándose en la Habana y en el cabo de
San Antonio, como en dos Gibraltares que cerrarán las dos entradas del golfo
mexicano a las naves que no logren su beneplácito: además de impedir el libre
tránsito a los buques americanos que quieran navegar por los dos canales de
Bahama [sic] (Andioc Torres, 1994: 61).
19Hay dos aspectos en este argumento que es
necesario resaltar. Del Monte dramatiza el miedo a la africanización del Caribe
con cifras que crean la imagen de un estado
de sitio, una nueva geografía negra que terminaría por asfixiar a la
población blanca y despojarla de sus riquezas y propiedades, lo que
significaría de hecho un golpe de muerte al sistema esclavista. Por el otro,
hábilmente –al menos en este pasaje– busca convencer a Everett, precisamente,
para presionar a los Estados Unidos a actuar con rapidez, de que es la Unión
americana la que estaba realmente amenazada. Como expresé antes, los Del Monte
y los Saco se oponían a la trata porque ya
no la necesitaban y, además, la
temían; y no porque se hubiesen convertido en abolicionistas. Del Monte es
bastante explícito: “Los habitantes más ricos del país también están ciegos, y no ven el peligro inminente en que se
encuentran de perderlo todo: todavía compran negros y abogan por la
continuación del tráfico, y llaman revoltosos y amigos-de-los-ingleses a los
pocos patriotas ilustrados que declaman contra la introducción de africanos y
promueven la inmigración de blancos en la isla” (Andioc Torres, 1994: 61) (énfasis añadido). Respecto al patriotismo ilustrado de que habla Del Monte sobran las palabras.
Lo que sí se insinúa aquí es un abolicionismo gradual que dependería del
aumento de la población blanca a través de políticas de inmigración. Entonces,
luego de presentarle a Everett de la manera más trágica posible el peligro que
pendía sobre los Estados Unidos, Del Monte pasa a pedir, sin rodeos, la
intervención norteamericana para conjurar el peligro mayor, a decir de García Marruz:
Ahora bien ¿qué debe hacer el Gobierno de Washington en estas
circunstancias? Verá impasible el pueblo americano, como quien contempla la
progresión de un drama en el teatro, como se va elaborando curiosa y hábilmente
por la astuta Albión, la pérdida de la mayor de las Antillas, de la hermana
menor de la gran Confederación Occidental de los pueblos caucásicos de América?
No lo creo; porque, aunque la naturaleza desparramada u algo disolvente de sus
instituciones gubernativas, le impida la rapidez en las resoluciones, y
el golpe certero en el ataque; todavía tiene la gran ventaja de la
omnipotencia de la opinión pública, y esta creo que nos es favorable en
todos sentidos. A Vd. y sus amigos políticos toca dirigir esta opinión y
hacerla obrar, p[ero] pronto y bien, en las circunstancias presentes (Andioc
Torres, 1994: 62).
20Del Monte pide un “golpe certero” por parte de los Estados Unidos; quiere que obren, y pronto. Y a tal efecto sugiere incluso la manipulación de la opinión pública para que respalde una acción militar. Al patriota ilustrado le preocupa que se pierda para los Estados Unidos no digamos ya “la mayor de las Antillas”, sino incluso la “hermana menor” de la “gran Confederación Occidental de los pueblos caucásicos”. Su racismo es tal que hasta le cambia el nombre a los Estados Unidos [24]. Puesto a elegir entre lo que él llama la “república etiópico-cubana” (Andioc Torres, 1994: 62) y la anexión, elige lo segundo. De lo que Del Monte dice aquí, y en otra de las citas que ya comentamos, se sigue que para él la anexión era el camino de Cuba. Es tal su miedo al negro que no vacila en inferiorizar a Cuba –“hermana menor” de los Estados Unidos– con tal de evitar la temida africanización. Y no deja de ser curioso que Del Monte llame a su pesadilla la república etiópico-cubana. En primer lugar, porque se trataría de una organización política republicana y no monárquica; y luego, porque lo etiópico-cubano implicaba una cubanía, una cubanidad negra. La africanización de la isla significaría así, una cubanidad ennegrecida. Ni que decir que tenemos que tanto Del Monte como Saco solo podían concebir una cubanidad exclusivamente blanca. Del Monte huye, pues, hacia la solución anexionista y desnacionalizante. “La frase que, según Echeverría [dice García Marruz], pronunció [Del Monte] al morir: ‘Muero anexionista’, es la confesión de un fracaso” (2008: 33) [25]. Pero ¿por qué de un fracaso?, pregunto. ¿No es acaso más apropiado decir que esa frase simplemente resume una verdad, que era el perfecto epitafio para la tumba del “más real y útil de los cubanos de su tiempo”?
La frase de Martí. Conclusiones Volver al inicio
21¿Conoció Martí a fondo las ideas, leyó los
textos de Del Monte, dejando a un lado, claro, su correspondencia con Everett?
Si no, ¿cómo explicar esa frase, tan repetida desde entonces, que terminó por
fijar la figura delmontina en una especie de encantamiento y la rodeó con la
interdicción de su propio juicio, como para volver impenetrable a la crítica el
bosque que rodearía el tálamo donde dormiría seguro uno de los cubanos más
racistas y, posiblemente, el más anexionista de su tiempo? Tal vez esto pueda
ser explicado. Recordemos que, como dice García Marruz, Nicolás Azcárate “fue
uno de los hombres que más intimó con él en sus últimos años” (2008: 188),
hasta el punto de que “lo dejó por albacea y legatario” (306). Y Azcárate, como
se sabe, fue amigo de Martí [26]. No es improbable que Azcárate, que llegó a
sentir una gran admiración por Del Monte, le hablara de él a Martí con entusiasmo.
Esto, por supuesto, queda en el terreno de la especulación.
22En cuanto a la frase de Martí, García Marruz
es la única que, hasta donde sé, intentó explicarla. Según ella, Martí “juzgó
entonces que el criterio ‘realista’ era otro en aquel momento”, refiriéndose
con esto a la época de Del Monte. Puesto que entonces no existía “una
preparación ideológica previa [ni] una preparación material cuidadosa que
asegurase el éxito de la contienda en la mayor brevedad posible”, el realismo,
claro, consistía en esperar. Lo primero era educar al país. Lo segundo,
“señalar […] el camino de la América a nuestra expresión, el camino de lo
autóctono” (García Marruz, 2008: 38). Y lo tercero, nada menos que “librar con
su apoyo decisivo a Saco, su campaña contra la anexión”. Ella no afirma que Del
Monte mismo hizo campaña contra la anexión, sino que apoyó la de Saco. En
cuanto a lo de la autoctonía, ya sabemos que esta no podría incluir “[nada] de
isla caribeña que pudiera ser inglesa a martiniquense, a lo Aimé Césaire”.
Domingo del Monte, que, según él, no quiso regresar a Cuba por temor a que lo
matase un negro, habría estado de acuerdo con ella. “No está de más subrayar
aún,” agrega García Marruz, “otra palabra de su frase, y es la palabra cubano”
Predeciblemente, esto la hace caer en la futilidad y la cursilería:
Aquel Del Monte juvenil que confesaba a Heredia que escribía
el nombre de Cuba llorando es el mismo que en sus últimos años en el destierro
llamaba entre sus amigos íntimos a Cuba “la Virgen de mis amores”, el mismo
que, a la hora de la muerte, en la que no se miente, pedía a Azcárate que le
leyera los versos del “adiós a la juventud” de Quintana junto a la leyenda de
Rodulfo y Clotilde del cubanísimo Milanés (García Marruz, 2008: 39-40)
(énfasis añadido).
23Si uno recuerda la frase que Echeverría le adjudicó a Del Monte al momento de morir –de que moría anexionista– citada por la propia García Marruz y que, según ella, en la hora de la muerte “no se miente”, ¿cómo podría ella, entonces, borrar ese anexionismo declarado justo antes de morir con una cubanía hábilmente sugerida, pero para nada convincente, en otro relato de la escena de Del Monte moribundo? Y acaso, ¿qué resulta más persuasivo? ¿La tácita afirmación de Del Monte “muero anexionista”, o el ruego, en su lecho de muerte, de que le leyeran los versos del poeta español Quintana junto a los del cubanísimo Milanés? ¿Y por qué Milanés es cubanísimo y Quintana no es españolísimo? [27]. Junto a ese español que Del Monte quiere que le lean antes de morir, se entiende que es necesario afirmar superlativamente la cubanía de Milanés. Lo tercero entonces que hay que señalar, comenta García Marruz, es la expresión “de su tiempo” en la consabida frase de Martí, lo cual nos explica: “Hay ahí como una distancia, como si nos dijese que ‘su tiempo’ no es ya el mismo que el nuestro, como si Cuba no debiera ya buscar soluciones en Hispanoamérica, en Inglaterra, en los Estados Unidos ni en España –como pensaron sucesivamente los contemporáneos de Del Monte–, sino solo en sí misma” (2008: 40).
24García Marruz forcejea con la frase martiana,
y esto nos sugiere que, más que explicarla, está tratando de justificarla. Esto
explica el cuidadoso desmontaje del juicio martiano en frases. Sin darle muchas vueltas al asunto no podemos sino concluir
primero que Martí consideró cubano a
un racista y anexionista confeso. En segundo lugar, si, como él sentenció, Del
Monte fue, de los cubanos, “el más real y útil a su tiempo”, hay que explicar cómo, en qué fue útil y, sobre todo, a quiénes
les fue útil. Le fue útil a su tiempo, pero, para decirlo más exactamente, a la
clase criolla, blanca, racista y esclavista de su tiempo. Le fue útil también a
los Estados Unidos y a España, a los que se alió contra lo que fue su peor
pesadilla: el temor a una Cuba africanizada. Debe quedar claro que del
anexionismo de Del Monte pueden darse innumerables pruebas. Así, el 9 de
diciembre de 1843 le escribe a Everett: “(...) lo hago por desahogar mi pena en
el seno de un Amigo, que simpatiza con mis sentimientos patrióticos, y lamenta,
como todo Americano previsor, la
pérdida de aquella hermosa tierra,
destinada por la naturaleza a ser un floreciente Estado, vecino y el mejor
amigo de esta Unión, pero condenada por la estupidez y barbarie de sus tiranos
a convertirse en otra nueva Haity [sic]” (Andioc Torres, 1994: 92-93).
Preguntémonos si “Americano,” seguido del adjetivo “previsor,” puede tener otro
significado acaso que el norteamericano.
Y no se piense que exagero: “Aunque no soy ciudadano de este país”, agrega, “me
considero natural de él por la admiración y el amor que le profeso, y en todas
partes quisiera tener el gusto de encontrar relaciones Americanas”
(92-93) (subrayado en el original). Y el 14 de mayo de 1844: “(...) siempre
volveré a los Estados-Unidos, pueblo predilecto de mi corazón entre todos los
del mundo: quién sabe si lo escogeré, al cabo, por refugio postrero, en los
cortos y amargos días que me quedan de vida. Pero en él, mis hijos aprenderán a
ser hombres” (100). Que Del Monte fue el “cubano” más útil para la élite
criolla y racista de su tiempo lo demuestra también esto que le dice a Everett:
“(...) pero los traficantes de negros de la Habana, gente soez y ruin, que no
tiene más Dios que el dinero, ya hace tiempo que me tenían marcado por
abolicionista, porque yo, como el Sr. Luz y el Sr. Saco, y todo el que piensa
en la Isla de Cuba, y no quiere verla convertida en república de africanos, sino en nación
de blancos civilizados…” (83) (énfasis añadido). Así,
no solo el Saco antianexionista, sino también el Del Monte anexionista, e
incluso Luz y Caballero –a quien Martí llamó el “silencioso fundador”–, eran
todos racistas confesos.
25El elogio de Martí, sin embargo, no resulta del todo sorprendente si recordamos que, no obstante sus censuras a los anexionistas, también en ocasiones concedió que el anexionismo podía nacer de un sincero –si errado– amor a Cuba. Y, si de Martí no puede decirse que fue anexionista a lo Del Monte, tampoco puede decirse que no se tomara un descanso bajo la sombra del árbol anexionista. Y, en cuanto al racismo, si tenemos la impresión de que no llegó nunca a los extremos de Saco y Del Monte, es porque uso hábilmente el estilo, sus pliegues, para esconderlo o pasarlo de contrabando. Aunque hay que advertir que uno encuentra declaraciones racistas abiertas que no tienen nada que envidiarle a Saco y Del Monte [28].
26La gran ironía es que a partir de 1959 el
epíteto anexionista pasó a ser uno de los insultos preferidos del
Gobierno, con el cual se ha pretendido descalificar la cubanía de incontables intelectuales y escritores. Pero el elogio
de Martí a Del Monte sugiere que, paradójicamente, ser anexionista –y racista
además– puede calificar y en verdad representar el significante por antonomasia
de lo “cubano”. Después de todo, ¿qué otra cosa pueden significar la
fascinación que siguen ejerciendo en historiadores e intelectuales las figuras
de Saco, Del Monte, Luz y Caballero, y hasta Varela –y no hablemos de Martí–,
en tanto se les considera significantes por antonomasia de lo cubano o de la cubanidad.
Coda: el 98. Se cierra el círculo del American Dream Everett-Del Monte Volver al inicio
27En 1897, un año antes de la intervención
estadounidense en Cuba, Edward E. Hale, sobrino de Everett, publicó en Boston
el folleto The Everett Letters on Cuba.
El breve prefacio de Hale empieza declarando que “estas dos cartas son de
importancia tal en las discusiones actuales,
que parece deseable reimprimirlas” (énfasis añadido). La
primera de las dos cartas que reproduce Hale, está dirigida al presidente de
Estados Unidos, y fechada en Madrid a 30 de noviembre de 1825 [29]. Everett expresa que ha sido siempre su opinión,
y que cree también la de la opinión general en los Estados Unidos, que Cuba es
“un apéndice de las Floridas” (Everett, 1897: 5). Estima que probablemente
transcurriría medio siglo antes de que España reconociera la independencia de
sus colonias. Everett predice que el deterioro de la situación de la Isla bajo
el dominio español no hará sino aumentar (6). En este contexto, el prospecto de
Cuba sería el siguiente según él: la población blanca es demasiado pequeña, por
lo que no puede constituir por sí misma un estado independiente. De ahí que,
cuando quiera que sea que cambie la Isla, solo habría dos resultados posibles:
o caer “en las manos de otro poder que España, como, probablemente, México o
Colombia, o convertirse en un principado independiente de negros”. Para
Everett, nada de esto resultaba admisible. Es por esto que en su opinión “la
política y el deber de los Estados Unidos es esforzarse por obtener la posesión
de la isla inmediatamente, y de una manera pacífica”. Everett hace la
advertencia de que, de no tener éxito, “es moralmente cierto que [los Estados
Unidos] se verán forzados, en un periodo
no muy distante, a llevar a cabo ese objetivo de una manera más odiosa, y a riesgo de verse envueltos en un
conflicto con algunos de los grandes poderes de Europa” (7-8) (énfasis añadido).
28La carta
de Del Monte a Everett de 1842 reproduce, casi literalmente, el prospecto de
Cuba –convertirse en una república etiópica bajo el protectorado británico– que
unos años antes, en 1825, Everett a su vez había previsto. En ambos casos se
trataba de lo mismo: Cuba bajo un dominio extranjero otro que España, o
gobernada por los negros. Los dos coincidieron en la fórmula anexionista para
conjurar ese peligro. En vísperas de la explosión del Maine, el más real y útil
de los cubanos reaparece como la sombra proyectada en la profecía de Everett, a
punto de estallar espectacularmente.
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